Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

«The Creator» (Gareth Edwards, 2023): el alma en la máquina

Desde que el blockbuster llegara a cotas de popularidad insospechadas, tanto cuantitativa como cualitativa, en los setenta con la producción de trabajos tan memorables como Jaws (Steven Spielberg, 1975) o la trilogía original de Star Wars (1977-1983), su fórmula ha conseguido plantearse como garantía de éxito en la mayoría de sus aplicaciones. Pensemos, sino, en los fenómenos asociados con el estreno de la saga Alien, iniciada en 1979 por Ridley Scott y seguida con éxito por James Cameron en 1986, o por otra de las iteraciones de lo que podríamos bautizar como la “fiebre Spielberg” con la producción de las tres primeras películas de Indiana Jones a lo largo de toda la década de los ochenta. Son productos rápidos, entretenidos y espectaculares alrededor de los cuales se ha construido un seguimiento fanático que ha llevado, primero, a la globalización e, incluso, normalización del fenómeno friki y, segundo, a la creación de subculturas enteras centradas específicamente en una saga en particular. Y, curiosamente, no por ello tengan que ser necesariamente productos de menor calidad artística. Ya sea la clara inspiración en la Lawrence of Arabia (1962) de David Lean a la hora de enfrentarse al planteamiento del aparato escenográfico, tanto a nivel de localización como estrictamente estético, por parte de Steven Spielberg cuando estaba produciendo Indiana Jones and the Lost Ark (1981) o la formulación de una verdadera estética mezcla del gótico y de lo neobarroco en las dos primeras películas de la trilogía de Batman de Tim BurtonBatman (1989), Batman Returns (1992)—, resulta evidente que hay unas pretensiones artísticas que no necesariamente se ven relegadas a un segundo plano por las ambiciones económicas. Existen ambos elementos, cuantitativos y cualitativos, en un matrimonio armonioso, ofreciéndole al espectador un espectáculo de calidad que vale tanto como fenómeno de masas y como instauración de prestigio en la nómina fílmica del séptimo arte.

Sin embargo, con toda fórmula aseguradora del éxito llega su estandarización, lo que lleva al fenómeno a una situación de estancación cualitativa. El evento cinematográfico y transmedia que de forma más acusada ha sufrido de este proceso es el Universo Cinematográfico Marvel, tan celebrado en las primeras iteraciones de sus primeras fases —Iron Man (Jon Favreau, 2008), Guardians of the Galaxy (James Gunn, 2014), Doctor Strange (2016)— y tan poco valorado en sus últimos estrenos. Solo queda preguntarnos: ¿a qué se debe esta situación? El UCM es, sin duda, uno de los fenómenos cinematográficos más longevos y saturados de la historia del cine. Porque, quizá, Star Wars e Indiana Jones lleven con nosotros desde finales de los setenta y principios de los ochenta, respectivamente, pero ambas sagas no tienen en su haber la friolera de 32 películas estrenadas —y contando— y casi dos docenas de series televisivas, algunas de ellas todavía en emisión. Las ambiciones del gigante marvelita, que forma parte del todavía más abrumador gigante Disney, son descomunales. Podríamos decir que suya es una de las muchas reformulaciones que se han hecho del blockbuster, añadiendo elementos tan contemporáneos y vanguardistas como la teoría del multiverso —ya convertida en locus communis— o los viajes en el tiempo. Sin embargo, y a medida que pasan los años, cada vez resulta más evidente que esta parafernalia de espectacularidad y desenfreno no es más que una capa de “super-glue” distribuida de forma uniforme sobre una fachada que lleva resquebrajándose, quizá incluso, desde antes de que el fenómeno UCM fuera concebido como tal. Las últimas iteraciones de los siempre expansivos límites de este universo cinematográfico habrán gozado de una inyección económica palpable, pero también han ido demostrando que ese matrimonio entre cantidad y calidad que comentábamos en el párrafo inicial se está convirtiendo de forma cada vez más notable en un divorcio en el que la custodia de los niños, me da a mí, se lo lleva la primera parte de la ecuación, dejando a la segunda con una deplorable pensión que apenas le vale para llegar a fin de mes. Y no es que en Marvel no se hayan dado cuenta de que la balanza se está inclinando hacia el espectáculo descerebrado o pornográficamente reiterativo en detrimento del aspecto cualitativo, pues en los últimos años hemos ido viendo cómo a la nómina de directores que han ido configurando a lo largo de su historia se han añadido nombres como el de Destin Daniel CrettonShort Term 12 (2013)—, para la dirección de Shang-Chi and the Legend of the Ten Rings (2021), Chloé ZhaoThe Rider (2017), Nomadland (2020)—, para la dirección de Eternals (2021), y Taika WaititiWhat We Do in the Shadows (2014), Jojo Rabbit (2019)—, para la dirección de las dos últimas iteraciones de las películas de Thor (2017; 2022), entre otros tantos nombres. Son figuras que, en gran parte, tienen ya carrera hecha en el mundo del cine y han sabido desarrollar un estilo propio. Sin embargo, el sistema marvelita está tan subyugado a su propio estándar fabular que apenas deja espacio a estos creadores para que integren de forma productiva y feliz su propia manera de hacer las cosas al modus operandi del UCM.

Marvel es la representación más sangrante de la salud quebradiza de un fenómeno que lejos queda de la frescura de sus primeras películas. Pero tampoco debemos pecar de pesimistas y debemos reconocer que hay otros productos localizables dentro de la filosofía blockbuster que intentan darle un lavado de cara y proponer una remodelación que comparta sus fundamentos originales, solo que reinterpretados desde las sensibilidades y estéticas reinantes de la contemporaneidad. Entre estos productos encontramos ejemplos tan notorios como la violenta saga John Wick (2014; 2017; 2019; 2023), la acrobática saga Mission: Impossible (1996; 2000; 2006; 2011; 2015; 2018; 2023) o la película que aquí vamos a analizar hoy: The Creator (Gareth Edwards, 2023), un trabajo atípico que recoge las bases cinematográficas del blockbuster y le aporta una estética interesante enmarcada en una concepción de la autoría muy propia de los usos clásicos del fenómeno mentado. Sin embargo, no todo lo que brilla es oroThe Creator, incluso dentro de ese revisionismo necesario, increpa en algunos tropos que terminan por devaluarlo como producto de ficción.

The Creator (película 2023) - Tráiler. resumen, reparto y dónde ver. Dirigida por Gareth Edwards | La Vanguardia
El robot/autómata, habitante naturalizado de los espacios naturales, representa la minoría a salvar y revalorizar en el universo de la película.

En un futuro hipotético, y ante los gigantescos avances llevados a cabo en el ámbito de la inteligencia artificial —unos que han provocado que la IA fuera capaz de detonar una cabeza nuclear sobre Los Ángeles y destruirla por completo—, el ser humano se ve en la tesitura de tener que cohabitar el planeta Tierra con unos autómatas sintientes y pensantes que han sabido organizarse de forma gregaria y desarrollar culturas caracterizadas por el pensamiento místico-religioso, la idea de comunidad y un fin común: liberarse del yugo humano. Porque, si bien es cierto que humanos y autómatas conviven, los primeros se las han ingeniado para hacer de los segundos una fuente fiable de mano de obra barata. En román paladino: los autómatas son los esclavos de los humanos. Sin embargo, hay autómatas que han podido independizarse de la mano humana y se han concentrado en espacios rurales con el fin de vivir en paz y, simultáneamente, prepararse ante cualquier ataque por parte de la hegemonía humana que pretenda acabar con su existencia. Esta situación, por supuesto, se pone en tela de juicio por los humanos, quienes no dudan en exterminar cualquier núcleo rebelde que encuentren en las zonas periféricas, donde estos autómatas suelen refugiarse, con la NOMAD, acrónimo de “North American Orbital Mobile Aerospace Defense”, un arma de destrucción masiva e indiscriminada que orbita la Tierra y es controlada por el gobierno estadounidense. Dentro de su sintiencia y racionalidad, los autómatas auguran el día en el que aparezca un mesías capaz de salvarlos de la esclavitud y asegurar un clima en el que la convivencia con los humanos responda a principios más armoniosos. Será en este contexto en el que The Creator nos cuente la historia de Joshua Taylor (John David Washington), un ex-agente de las fuerzas especiales que está infiltrado en la base de quien creó esas inteligencias artificiales rebeldes, conocido por el nombre de Nirmata. En su misión, se casa con Maya (Gemma Chan), la que cree que es la hija de Nirmata. Después de que las fuerzas estadounidenses ataquen la casa donde Joshua y Maya viven, revelando la situación dual de Joshua como agente encubierto, Maya, que está embarazada, huye, siendo aparentemente asesinada por la NOMAD. El argumento nos permitirá seguir a Joshua en su viaje por un mundo en el que abundan los discursos totalitarios y escasean las prácticas empáticas.

Como puede verse por esta sinopsis, The Creator toca muchos palos. El primero, que resulta uno de los motores argumentales principales, es una injusticia marcada por el “especismo”, a falta de una palabra mejor, y la esclavitud. Las inteligencias artificiales dominadas por el yugo humano trabajan en fábricas especializadas en la producción en serie de otros autómatas o, en el mejor de los casos, son reconfiguradas para que formen parte del cuerpo policial del Estado. Sea como fuere, el caso es que hay un claro caso de dominancia en el que una especie —o “creación” si encauzamos nuestra argumentación desde el punto de vista del pensamiento místico-religioso que practican las máquinas en The Creator— dictamina las acciones de otra, generando una dinámica de poder reminiscente de la gran problemática estadounidense en lo que a racismo y esclavitud respecta. Al fin y al cabo, desde este punto de vista en particular, The Creator puede verse como un proceso alegórico en el que las máquinas representan ese eterno “otro” al que nunca llegamos a entender y siempre optamos por oprimir, llegando a límites tan extremos —genocidio— como los que plantea esta película. Al fin y al cabo, más allá de las máquinas propiamente dichas, todas aquellas personas que vemos desplazadas a la periferia, quizá víctimas forzadas de un éxodo masivo, están racializadas de una manera u otra si lo vemos desde una perspectiva eminentemente caucásica. Incluso los “simulantes”, sujetos híbridos que guardan apariencia humana, pero que funcionan gracias a mecanismos robóticos, aparecen representados desde esta misma perspectiva. Harun (Ken Watanabe) y Kami (Vernoica Ngo), ambos simulantes, tienen rasgos asiáticos. Los juegos simbólicos parecen evidentes: existe una hegemonía racial —entre la que, curiosamente, encontramos a gente negra, como el propio Joshua— que denigra a cualquier sujeto o elemento que salga de su limitado inventario identitario. The Creator, visto así, parece enarbolar una crítica al occidentalismo que impera a la hora de establecer el punto de estandarización ético y moral. Ese Estados Unidos genocida que pinta la película está jugando a ser Dios. El castigo, en forma de rayo mortal de la NOMAD, cae del cielo —estructura divina donde las haya— de forma inclemente sobre aquellos autómatas que poco o nada han hecho para enfadar a los representantes y defensores del status quo. Simplemente existen.

The Creator: Film Review - Loud And Clear Reviews
Joshua (John David Washington) y Alphie (Madeleine Yuna Voyles) configuran el dúo protagonista de la película.

Ahora bien, esa idea de correspondencias simbólicas entre esa suerte de especismo que plantea la película y el racismo que se ha establecido históricamente como discurso en las sociedades occidentales resulta eminentemente positivo si se mira desde una perspectiva superficial. Sin embargo, su inclusión en The Creator adolece de dos grandes males: lo gratuito del asunto y el simplismo con el que se representa al “otro”. Vayamos por partes. La idea de construir el concepto de máquina alrededor de la “otredad” —quizá aquí incluso podamos hablar de la “otra otredad”, en tanto que lo “otro” siempre ha tenido como centro de la experiencia humana— puede resultar algo de provecho, en tanto que favorece la construcción de un sistema empático en el que incluso la representación menos humana de conciencia y sensibilidad es vista desde una perspectiva que favorece el entendimiento. Pero ¿qué representan exactamente estas máquinas? ¿Simbolizan un grupo étnico, racial, social o cultural en particular? ¿O, en su defecto, no representan a nadie más que a sí mismas y la historia de The Creator es, en realidad, una fábula sobre cómo tenemos que portarnos mejor con las inteligencias artificiales? La primera acepción plantea complejidades y bordes de sierra francamente problemáticos; la segunda, directamente, linda con lo ridículo. Es cierto que The Creator plantea una estructura de naturaleza místico-religiosa: las máquinas esperan la llegada de un mesías salvador que las libere de la esclavitud. Un mesías que encuentra una feliz y nietzscheana materialización en Alphie (Madeleine Yuna Voyles), una niña simulante capaz de controlar la tecnología robótica a distancia. Los paralelismos con la historia bíblica —creación no reproductiva (ex nihilo) de Alphie, mitificación de su llegada, notables poderes que escapan a la lógica humana— son múltiples, pero ¿querrá esto decir que The Creator es una parábola acerca de la liberación de un pueblo en concreto? No digo el israelita porque sería hilar demasiado fino y dudo que sea su foco. Sin embargo, ¿hay algún pueblo que esté sometido a las circunstancias exactas que plantea la película? Estamos hablando de dialécticas concretamente genocidas, totalitarias y brutales. O bien The Creator hace referencia a todas y cada una de las civilizaciones oprimidas a lo largo de la historia, o bien no hace referencia a nada en particular. Y en el caso de que la película fuera únicamente un proyecto, experimento o juego —llámese como se quiera llamar— en el que se practica la empatía hacia un nuevo modelo de ontología basado en la hibridación entre lo humano y lo robótico —algo parecido a cómo reaccionaríamos ante alguien como Harun, Kami o Alphie—, el argumento no le da la suficiente importancia a esa condición dual como para que le pudiéramos reconocer la supuesta importancia que tendría en ese orden de cosas. En resumen: la ambigüedad le juega una mala pasada y la inclusión de un sistema con tan concretas particularidades acaba por resultar, en efecto, gratuita.

Simultáneamente, la idea del “otro” y su representación fílmica en The Creator trae otros tantos problemas. La idea fundamental del “otro” es su posición dialéctica frente a una determinada hegemonía políticosocial. El “otro” es lo excéntrico, lo aberrante, lo alienado. En la historia del cine, esta condición ha contado con representaciones modélicas. La Blade Runner (1982) de Ridley Scott, una de las influencias fundamentales para la película que aquí reseñamos, propone una maraña enredosa de la otredad al desconocer la condición ontológica de Deckard, de quien se ha especulado a lo largo de las últimas décadas desde su estreno que podría ser un “replicante”, si usamos la terminología propia a la película de Scott. A su vez, ya más allá de este juego de desconocimiento, la presencia de Roy Batty, reconocido “replicante”, es lo que nos lleva a la verdadera formulación dialéctica de la condición del “otro”: la hegemonía representada por Deckard, blade runner, y la excentricidad aberrante de Batty. Esta condición dual se representa de forma elegante al dotar a Batty de una sensibilidad y una inteligencia admirables, creando una situación en la que la rigidez del modelo ecuacional binómico se supera para encontrarse en un punto intermedio en el que Deckard se ve a sí mismo en Batty, y viceversa. The Creator, como buen producto inspirado en la obra maestra de Scott, es bien consciente de que la categoría del “otro” es algo que puede superarse si se dan las condiciones adecuadas. Y así sucede a lo largo de toda la película: hay varias instancias de reconocimiento mutuo en el que prima la empatía por encima de todas las cosas. A este respecto, no hay queja. Lo que si escama más es el binomio perpetrador-víctima que se da en la película, así como la estética y ontología que se construyen alrededor de cada uno de estos elementos. El perpetrador, fácilmente reconocible en el equipo de soldados estadounidenses que inicialmente acompañan a Joshua, está estancado en una concepción demasiado cerrada de su propia condición. Son, por así decirlo, los malos de la película y tienen que actuar como tales, sin necesidad de saber cuáles son las verdaderas motivaciones que impulsan ese prejuicio contra las inteligencias artificiales más allá de las razones aportadas al principio de la película. Las víctimas, por su parte, también adolecen del mismo principio, y si bien algunas son capaces de echar mano a las armas y pelear por su bienestar y pervivencia como comunidad —la resiliencia como superación del victimismo—, las imágenes de explotación de tragedia y miseria no escasean. Todo esto enmarcado en un contexto caracterizado por la ruralidad y la naturaleza, invocando uno de los topos más representativos de la literatura universal como es lo pastoril, representación nostálgica y primitivista de un mundo que se consideraba mejor. Realmente, Edwards, en este frente, no está haciendo otra cosa que revivir el clásico debate de lo urbano —habitado por los perpetradores— contra lo rural. Lo urbanita representa lo rápido, lo cambiante, lo líquido; lo rural, por su parte, la estabilidad, lo tranquilo. En su propia formulación hay algo de reflexión, algo a lo que hincarle el diente, pero el guion parece estar poco interesado en su desarrollo. Nada nuevo bajo la capa del sol, en tanto que la resolución favorece a la luminosidad de lo pastoril en detrimento de la lúgubre ciudad distópica.

La película plantea varios modelos de «otredad»: la máquina desde una perspectiva más clásica y los híbridos «simulantes».

The Creator es un festín para la vista. Ofrece un modelo de estética blockbuster que se aleja de la asepsia hegemónica —dominada por el UCM, UCDC y el cianotipo Netflix— y la inocula con un principio de autoría que demuestra que detrás de una película de gran presupuesto puede existir un equipo dispuesto a remodelar lo normativo y a seguir jugando con la idea de cine comercial. En el frente visual, The Creator recupera el equilibrio entre cantidad y calidad, ofreciéndonos imágenes rompedoras, impactantes, así como modelos de personaje reminiscentes de otros productos, sí, pero particularizados exitosamente en el mundo de la película. Es una lástima que ese equilibrio no se de en la esfera de lo argumental. Se mire por donde se mire, la historia que nos cuenta The Creator resulta banal y gratuita. Algo que no necesariamente tiene que ser malo, pero que en un caso como este, con pretensiones paternalistas y condescendientes tan acusadas, es difícil no verlo como algo que apunta más a la negatividad que a cualquier otro principio positivo. A esto cabe sumarle una concepción del explotacionismo conceptual, con ideas más relacionadas con los genocidios, la limpieza de sangre —o de aceite, para lo que a esta película respecta— y las políticas identitarias, que funcionan en una línea ambigua y poco estimulante. La conversación que se ha construido alrededor de The Creator responde más a cuestiones relacionadas con el manejo del presupuesto, la idea de autoría en un mundo de fabricación fílmica en serie y la estética visual que a cualquiera de sus principios argumentales. Entre otras muchas cosas, esta película de Edwards se plantea como el demostrativo de que al blockbuster contemporáneo todavía le hace falta mucha revisión y reflexión para llegar a cotas cualitativas siquiera comparables con las que existían antaño.

 

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