Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

«The Quiet Girl» (Colm Bairéad, 2022): un hogar se compone de pequeños gestos

En la última década, Irlanda parece haberse convertido en la cuna del preciosismo paisajístico. Ver Sing Street (John Carney, 2016) o, especialmente, la reciente The Banshees of Inisherin (Martin McDonagh, 2022) hace preguntarse hasta qué punto el director de fotografía ha exprimido todo su saber hacer para capturar la belleza de la tierra irlandesa o si, en realidad, esta surge de manera natural. The Quiet Girl parece consciente de la situación y se ampara en preconcepciones de la audiencia para esconder entre hermosos prados verdes y rocío mañanero la cara oscura del ser humano.

Conviven en The Quiet Girl dos espacios: uno frío, sombrío y dominado por el maltrato doméstico; el otro, cálido, apacible y acogedor como la lumbre de una hoguera en invierno. El primero es el hogar de nuestra protagonista, la jovencísima Cáit. Se cría entre gritos, dejadez maternal y otros tipos de violencia doméstica. Nada de ello se expresa en grandes escenas; al fin y al cabo, acaso la mayor virtud de la cinta sea su, valga la redundancia, quietud. La sutileza de un entorno desagradable que observamos filtrado por la visión naturalizada de Cáit, a través de planos estáticos. El segundo espacio es la familia de acogida de Cáit, Seán y Eibhlïn. Donde los padres biológicos de Cáit rechazan a su hija y afirman no reconocerla, llegando a deshacerse de ella temporalmente, los de acogida no precisan de excusas para arroparla en su hogar. «No hace falta tener hijos para ayudar a los hijos de otros», dice Séan en una conversación con amigos.

La relación de Séan y Cáit es el ejemplo de que, en ocasiones, el silencio es la comunicación más profunda

The Quiet Girl es, a todas luces, una extensión más del tropo «found family», la configuración de una familia sin lazos biológicos, solo a través de vínculos afectivos. De hecho, la cinta tiene mucho de tropo y su argumento es, más bien, predecible. Aquí la palabra clave no es «simple», sino «sencillo». Nada en la película lleva a sorpresa; su belleza radica en el desarrollo de la relación entre Cáit y sus padres de acogida, una relación marcada por la rutina y la sutileza emocional. Séan y Eibhlïn nos recuerdan que el afecto se encuentra en los pequeños gestos: arropar a la niña antes de dormir, bromear sobre la incontinencia nocturna en lugar de regañar a la joven por el accidente, «olvidar» voluntariamente una galleta durante el desayuno para premiar la actitud de la niña. Cáit pasa del apego evitativo hacia su familia biológica, que provoca en ella un mutismo derivado de su inseguridad, al apego seguro hacia dos cuidadores en los que confía hasta reconocerlos como puntal emocional. Cáit nunca deja de ser parca en palabras porque sus 9 años en una familia desestructurada han calado ya demasiado hondo, pero es capaz de mostrar bondad y desarrollar lazos afectivos marcados, una vez más, por pequeños gestos. Ayuda a Séan en su trabajo sin que este lo pida, habla de alimentar a los terneros con leche de mayor calidad y comparte juegos internos con su padre de acogida.

Decía que nada en la cinta lleva a sorpresa, y así es hasta el final. La escena que cierra The Quiet Girl es, al mismo tiempo, predecible y demoledora. La inevitabilidad del suceso potencia la conexión emocional del espectador con Cáit, Eibhlïn y Séan tanto que Colm Bairéad, director de la película, es consciente de ello. No son pocas las alusiones a la futura separación de Cáit y sus padres de acogida a lo largo del metraje, sea una noticia que anuncia la vuelta a clase o varios encuentros verdaderamente tensos con los padres biológicos. Como decía, el elemento capital en The Quiet Girl no es su argumento, sino su capacidad para encajar los golpes emocionales al final del visionado. El acto de correr es para Cáit liberador y su última carrera es precisamente una donde la libertad ya no es el medio; es el fin.

El mutismo de Cáit la lleva a disfrutar del ruido liberador de la carrera

«Una casa con secretos es una casa avergonzada. Y en esta casa no cabe la vergüenza», afirma Eibhlïn el primer día en que Cáit entra a vivir a su hogar. Hay algo de poético en que la propia película no guarde secretos. Ni su argumento ni sus formas son explícitas ante el espectador, pero tampoco se excede en sutilezas. El agua del pozo que Séan y Eibhlïn emplean es prístina, un símbolo sencillo de su pureza. La escenografía en la casa de esta familia expresa todo lo que un espectador necesita para comprender su forma de vida rústica, pacífica. Incluso se hace patente a primera vista el contraste entre los marrones de la casa de Cáit y la explosión de color del hogar de acogida, un color que se termina reflejando en el amarillo chillón que porta por vestido la propia Cáit en la última escena de la cinta.

The Quiet Girl es una crítica a la desestructuración familiar tanto como una celebración de los pequeños instantes donde una casa puede recibir el nombre de «hogar». Irlanda puede guardar secretos oscuros, pero casi siempre parece sobreponerse la belleza de sus paisajes y el rostro de la esperanza.

 

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