Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

«El joven Sheldon»: reseña del episodio 1 de la temporada 3

Después de las entradas del verano en las que repasamos la serie en su segunda temporada para prepararnos para la tercera, nos ponemos manos a la obra con dicha tarea. El joven Sheldon ha vuelto y, con él la voz en off que nos recuerda que no podremos oírla más que aquí, y no en saliendo de los labios del protagonista ya adulto de The Big Bang Theory, al menos no en episodios nuevos (siempre nos quedará el revisionado de lo ya emitido). Pero no vamos a ponernos melancólicos, sino que vamos a disfrutar del legado de la serie que nos ha llevado hasta aquí, hasta la infancia de uno de los personajes que ya forman parte de la historia de la televisión: Sheldon Cooper. Además, El joven Sheldon aporta ciertos aspectos de los que la otra serie carecía en gran medida, por ejemplo, los relacionados con aspectos socioculturales de una zona concreta de Estados Unidos, que, en el caso de Big Bang, al ser rodada casi de forma exclusiva en interiores, no podía plasmarlos o no al menos ni de forma tan realista, ni tan frecuentemente. Son otras muchas sus diferencias (ya analizadas, además, en anteriores entradas), pero no es nuestro objetivo detallarlas ahora, sino disfrutar, eso sí, de este otro programa, aprovechando estas disimilitudes, pero también sus parecidos y otras de sus aportaciones.

Ya desde este primer episodio de la tercera temporada (“Quirky Eggheads and Texas Snow Globes”), se pone de relieve una de las aportaciones de El joven Sheldon de las que casi carece Big Bang, y es la relación de amor tan bonita existente entre el Sheldon niño y su madre. Quizá en este amor filial se encuentra la semilla de su futura capacidad de amar que demuestra en Big Bang (a pesar de sus dificultades innatas para empatizar), no sólo a sus amigos, sino también a la que se convierte en su esposa, Amy. En esta ocasión, esto se plasma en relación a la primera parte del título del episodio, donde se hace referencia a “intelectuales poco convencionales o inestables”. Como vemos, la expresión se usa en plural, lo que quiere decir que no sólo se refiere a quien se nos viene a la mente automáticamente (Sheldon), sino también a alguien más. Y ese otro cerebrito no es otro que el Dr. Sturgis.

Pues bien, Mary (madre de Sheldon) está preocupada porque el profesor está precisamente internado en un hospital psiquiátrico debido a su “inestabilidad” mental, que parece derivada de su elevado nivel intelectual (tienen gracia las imágenes con que se ilustra esta situación, donde el actor Wallace Shawn tiene la oportunidad de mostrar su faceta más cómica). No es de extrañar que Mary, que siempre está tan preocupada por su hijo, vea en ello una especie de presagio de lo que podría ocurrirle a su pequeño -tan listo o más que el anciano profesor- en el futuro. De ahí que se ponga manos a la obra para estudiar su  caso, para lo que no escatima esfuerzos: desde buscar libros adecuados que comprar (ante la indiscreción del vendedor de la librería, que va leyendo en voz alta los títulos para vergüenza de Mary, que expresa la actriz Zoe Perry con gran acierto (aunque quizá rozando levemente lo histriónico, pero eso es propio del género de la comedia), hasta procurar el estudio práctico del caso de Sheldon por medio de conversaciones a solas.

Lo gracioso de la situación es que, en una de esas conversaciones, es Sheldon quien llega a la conclusión de que su madre tiene problemas mentales. El lío es tal que terminan en la consulta del psicólogo quien, lejos de solucionar su problema factualmente, lo que hace es de mero testigo de cómo la conversación sincera entre madre e hijo es lo que soluciona su problema. En dicha consulta, Mary confiesa la verdad a Sheldon en relación a su querido Profesor Sturgis, sobre quien habían dicho a Sheldon que se encontraba ingresado, pero no en qué tipo de hospital. Entonces, Sheldon comprende la preocupación de su madre por su salud mental y terminan fundidos en un maravilloso abrazo, que llena la pantalla y los corazones de quienes lo ven.

Y, atendiendo a la segunda parte del título de este episodio, “Texas Snow Globes”, tenemos que hacer mención de Georgie, el hermano mayor de Sheldon. En esta ocasión, este personaje que se suele caracterizar por lo torpe y básico que es, nos sorprende con una iniciativa empresarial. Viene a confirmar la teoría de que cada uno debe buscar aquello que realmente le motiva o se le da bien con el fin de conseguir ciertos objetivos y ser feliz. El caso es que comienza con una iniciativa que parece poco prometedora, como queda claramente reflejado en la reacción negativa del padre ante su propuesta de participación en su “negocio”. Y lo cierto es que es fácil empatizar con George (padre) al enterarnos de que la idea consiste en comprar bolas de nieve de cristal de Texas de saldo y revenderlas por el vecindario a un precio superior. Para empezar, al menos a simple vista, el souvenir resulta poco representativo de Texas, un Estado que solemos asociar más bien con el desierto. Pero lo cierto es que una búsqueda rápida en Google, demuestra que, dado que se trata del segundo Estado más grande de Estados Unidos, en su amplia geografía también tienen lugar nevadas en ciertas zonas, aunque no sean su rasgo más característico.

En este estado de cosas, Georgie sigue adelante y compra 50 bolas de nieve, todas las que liquidaba la tienda, y ya empieza a demostrar buenas dotes de negociación al conseguir una considerable rebaja. Tras una primera batida por el barrio sin mucho éxito (y muchas puertas en las narices), Georgie va tomando el pulso a sus clientes y aprendiendo cómo írselos ganando apelando a su vena sensible y a una simpatía que creíamos hasta ahora casi inexistente en él (además de un cambio de look importante). Todo ello termina en una exitosa lluvia de billetes que Georgie lanza ante la cara atónita de Missy (Raegan Revord se ve ya más mayorcita en esta temporada, por cierto) y de su incrédulo padre.

Todo acaba bien. Termina el episodio y nos quedamos con una sonrisa en la cara que no tiene precio. Cuando apaguemos el televisor tendremos tiempo y ocasiones para que la muesca de felicidad se vaya diluyendo… o no. Y, si no, seguro que en siguiente episodio volveremos a sonreír.

 

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