Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

RIRCA recomienda: el teatro en el cine (I)

Decía Billy Wilder que escribir una película es como jugar al ajedrez mientras que escribir una novela es como hacer un solitario. La afirmación del director estadounidense sirve para evidenciar la soledad de la escritura frente al enorme equipo humano y técnico que supone la realización de una producción cinematográfica. Esta constatación que no es del todo incierta plantea, sin embargo, una multiplicidad de relaciones posibles entre el cine, la televisión y la literatura y todavía más en las relaciones históricas entre la literatura dramática y los productos audiovisuales. Y hablamos de literatura dramática porque la idea de teatro implica la combinación de una serie de códigos de cara a una puesta en escena, elemento este que no difiere de la idea de puesta en escena cinematográfica. De ahí que el título general de nuestra recomendación sea la de «el teatro en el cine» o, lo que es lo mismo, cómo los creadores audiovisuales han plasmado la complejidad del fenómeno teatral.

Sin ninguna duda, uno de los primeros conceptos que se le viene a la cabeza al espectador —en este caso, lector— al hablar de teatro y cine es justamente el material literario. Para precisar aún más, la idea de adaptación de un texto a la pantalla, por una parte; o los posibles biopics de autores teatrales, por otra parte. Y también tendrá un referente esencial, el nombre de William Shakespeare como crisol de ambas ideas que se refllejan en las numerosas lecturas visuales de sus obras llevadas a cabo por Laurence Olivier, Kenneth Branagh, Orson Welles, Akira Kurosawa,  Baz Luhrmann, Kózintsev, Julie Taymor o Ralph Fiennes solo por mencionar a algunos de ellos, así como en su conversión en protagonista de un semi-biopic romántico y metateatral que es Skakespeare in love (John Madden, 1998). Una idea, la de la adaptación, que es conceptualmente compleja y que llevaría a debates interesantes que, históricamente, tiene su razón de ser ya que antes de la especialización del trabajo de guionista cinematográfico y de la existencia de productoras como tales, los principales suministradores de textos para el cine eran los literatos y, más concretamente, los autores teatrales. De este modo, independientemente de la contaminación entre los lenguajes teatral y fílmico, se puso en evidencia el hecho de que las obras teatrales poseían estructuras perfectamente asimilables a las necesidades del cine.

Así, la importancia del teatro es más que notoria en las décadas iniciales del cine y seguirá siéndolo como material susceptible de ser adaptado arqueológicamente, cambiado de género ficcional, actualizado o apropiado. Justamente la idea de la apropiación es la base del título de nuestras recomendaciones de este mes y es la que condensa la presencia e incidencia de las artes escénicas en el cine. Una incidencia que va desde la utilización del entorno teatral como desarrollo de la problemática personal de los personajes o su relación con acontecimientos históricos —que también ofrecen films como Opening Night (Cassavetes, 1977), Vanya on 42nd Street (Louis Malle, 1994), M.Buterfly (David Cronenberg, 1993), Looking for Richard (Al Pacino, 1996), Cradle Will Rock (Tim Robbins, 1999) o Le dernier métro (François Truffaut, 1980)— hasta la traslación de conceptos dramatúrgicos no clásicos como base de los guiones o la interpretación en lo que se conoce como cine brechtiano que tiene como representante esencial a Lars Von Trier. A ello se une la ampliación de algunos personajes teatrales como sucede en Rosencrantz and Guilderstern are Dead (Tom Stoppard, 1991) y Ofelia (Claire McCarthy, 2018), las técnicas actorales como detonante de repertorios teatrales/cinematográficos con el triángulo formado por Tenessee Williams/Elia Kazan/ Actors’ Studio como paradigma, por una parte, y la asimilación de la interpretación distanciada brechtiana por actores estadounidenses que trabajaron con este autor en su exilio americano como vemos en el personaje de Charles Laughton en This land is mine (Jean Renoir, 1943). Finalmente, mencionar las interrelaciones estéticas y narrativas derivadas del trasvase de directores teatrales al cine o a la inversa como sucede con Ingmar Bergman o Peter Brook por mencionar a dos creadores de más que reconocido prestigio. La lista de combinaciones posibles es, pues, ingente y una reflexión pormenizada de ellas daría, sin lugar a dudas, una más que interesante historia del cine y también del teatro.

Patricia Trapero: In the Bleak Midwinter (Kenneth Branagh, 1995)

Uno de los nombres enmarcados en las relaciones entre el teatro y el cine es, sin duda, el de Kenneth Branagh, un actor-director con fases creativas un tanto desiguales que ha dedicado buena parte de su producción a adaptaciones y actualizaciones de textos literarios, ya sean teatrales, novelescas, operísticas o cuentos populares. Así su producción como director alcanza nombres como los de William Shakespeare (que supuso su lanzamiento como director), Anthony Shaffer, Eoin Colfer, Mary Shelley y más recientemente Agatha Christie y su saga protanonizada por Hercule Poirot. Sin embargo, una de las películas más interesantes de Branagh es In the Bleak Midwinter cuyo título se corresponde con un villancico popular —la obra se sitúa en Navidad— basado en un poema de Christina Rossetti de finales del siglo XIX en el que se rememora el nacimiento de Jesús en lo más crudo del invierno incidiendo en la reunión de personas de muy diferente origen en la ciudad de Belén. Una reunión que es, en cierto modo, una redención para las personas que acuden a adorar al recién nacido. Así, en el film en blanco y negro con guion del propio Branagh seguimos al actor-director Joe Harper (Michael Maloney) quien hace tiempo que no tiene trabajo y que convence a su manager Margaretta d’Arcy (Joan Collins) para poner en escena Hamlet. Sin conseguir el dinero necesario para ello y recurriendo a sus escasos ahorros, Harper recluta a una serie de actores y miembros de la farándula absolutamente estrafalarios a quienes convence de la importancia de la obra, del carácter hasta cierto punto experimental del proyecto y, especialmente, de su carácter social. Y es que la representación va a llevarse a cabo en una pequeña iglesia del pueblo natal de Joe, Hope, con la finalidad de evitar su venta a una empresa inmobiliaria. Un argumento que bien puede calificarse como una especie de cuento de Navidad tal como su título indica.

De este modo, Branagh va a presentar al espectador a los integrantes del elenco empezando por el frustrado y hasta cierto punto soberbio Joe y siguiendo por las personas que «superan» el estrafalario casting (una de las escenas cómicas de la película): la joven Nina (Julia Sawalha) quien tiene una fuerte miopía,  Henry Wakefield (Richard Briers) el actor tradicional que no encaja ya en los nuevos esquemas teatrales; el actor «naturista» y casi del Método Tom Newman (Nicholas Farrell) del que todos se burlan; el homosexual Terry du Bois (John Sessions), auténtica reina del cabaret; y el comprensivo y optimista Vernon Spatch (Mark Hadfeld). A ellos se unirán posteriomente la hermana de Joe, Molly (Hetta Charnley) convertida en manager de la compañia y chica para todo como también lo será la sofisticada figurinista y directora de arte Fadge (Celia Imrie). La simple descripción de los personajes indica no solo una cierta estereotipación con la que juega Branagh para construir conflictos esencialmente cómicos enmarcados en la torpeza del elenco elegido sino también las dinámicas relacionales entre ellos, sino que estas se verán modificadas a lo largo de la película al ponerse en evidencia los traumas personales y familiares de cada uno de ellos así como la construcción de un grupo humano que se ayuda mutuamente y para los que —incluido el director— la representación en Hope supone su redención.

Sin embargo, uno de los elementos más interesantes de In the Bleak Midwinter tiene que ver con la producción de Hamlet de 1996 ya que, como el propio director indica, el film se planteó como un juego de cara a la adaptación de 1996. En el film aparecen actores. (Farrell, Maloney y Briers) que en el cuento de Navidad interpretan papeles diferentes a los que tendrán posteriomente, por una parte; y el proceso de ensayos con tan desastroso elenco sirve para la explicación de Harper/Branagh hasta cierto punto de situaciones y significado del texto original, por otra parte. Dos elementos que pueden interpretarse como un cierto ejercicio lúdico por parte del director que propone en apenas dos años dos visiones del mismo texto literario dramático. Un elemento de metateatralidad que también alcanza a la producción de 1996 en la que, tal como leemos en el texto Kenneth Branagh Hamlet by William Shakespeare. Screenplay, introduction and Film Diary (W.W.Norton: New York and London, 1996) el día previo al rodaje tuvo lugar un ensayo general en formato teatral. Y también podemos leer cómo el proceso de ensayos y planteamiento de trabajo de Branagh con los actores y el texto sigue de una manera más o menos parecida, aunque menos sarcástica, a la presentada en In the Bleak Midwinter.

Nuria Vidal: Inu-Oh (Masaaki Yuasa, 2021)

Desde su debut en la dirección en 2004 con Mind Game, Masaaki Yuasa no ha dejado de sorprender con su barroquismo estético y sus originales propuestas narrativas. Siendo uno de los cineastas de la animación japonesa más interesantes de la actualidad, los proyectos de Yuasa como Night is Short, Walk on Girl (2017), Lu Over the Wall (2017), Devilman Crybaby (2018), Ride Your Wave (2019) o la serie Keep Your Hands of Eizouken! (2020) han tenido un acogimiento más bien discreto entre el público. Con su último largometraje, Inu-Oh – disponible en España a través de Filmin – el director originario de Fukuoka realiza un acercamiento muy particular a la tradición del teatro Noh y a una de sus figuras clave.

Basada en la traducción de los textos Los relatos de Heike de Hideo Furukawa, la trama nos sitúa en el Japón feudal del siglo XIV donde seguimos a Tomoichi, un monje biwa ciego que se dedica a ir de ciudad en ciudad relatando con su música las grandes epopeyas japonesas. Su encuentro con el vagabundo Inu-Oh, un joven bailarín de apariencia deforme que se esconde detrás de una máscara, cambia su manera de ver la creación artística y, especialmente, su forma de percibir el mundo. La amistad entre ambos es el eje principal de la historia donde el dúo se convierte en los mayores músicos del país gracias a sus estrambóticas actuaciones y su peculiar estilo de narrar las guerras Heike. Así, el sello neobarroco de Yuasa toma forma de manera especial a la hora de enfocar los números musicales y la puesta en escena. La película combina la imaginería del teatro tradicional folklórico con el rock sinfónico en un claro ejercicio de anacronía histórica que sirve para dinamizar el argumento y darle una nueva dimensión estética. Inu-oh y Tomoichi – interpretados por los actores/cantantes Avu-chan y Mirai Mojiyama – se convierten en las estrellas del glam-rock del Japón feudal con conciertos masivos que parecen sacados del propio Woodstock. Un planteamiento que se distancia de la forma clásica de enmarcar el contexto histórico/tradicional de la serie de Naoko Yamada, Heike Monogatari (2021), basado en los mismos textos de Furukawa; y, sin embargo, sí que se acerca a la propuesta del semi-biopic Miss Hokusai (2015) de Keiichi Hara.

En este sentido, Inu-Oh pone en relevancia la tradición cultural vs la modernidad y el poder de la narración utilizando una estructura de relato folklórico mítico y reivindicando una de las figuras más desconocidas y significativas del teatro Noh. Yuasa combina, así, los conflictos históricos, sociales y políticos del Japón feudal con la defensa y la preservación de la tradición popular teatral y musical. Igualmente, la película mantiene su estructura metaficcional donde los símbolos y tropos de la mítica japonesa atraviesa el viaje de los dos protagonistas. En Tomoichi se manifiesta a partir de su ruptura con lo ancestral y su contacto con el mundo espiritual de su difunto padre; mientras que en Inu-oh aparece a partir de su deformidad y su asimilación a las maldiciones demoníacas y presiones patriarcales.

Inu-Oh es un largometraje bizarro y colorido que apuesta por una creatividad visual y argumental desbordantes característica dentro de la filmografía del director que reflexiona sobre la historia, el valor del arte y la memoria. En definitiva, es una forma muy original de aproximarse a la historia de Japón y a la tradición teatral del Noh. Masaaki Yuasa nunca defrauda.

Guillermo Amengual: La hierba errante (Yasujiro Ozu, 1959)

Una compañía de teatro japonesa llega a un pequeño pueblo costero para interpretar su función durante unas cuentas jornadas. Mientras el jefe de la compañía, Komajuro -junto a su pareja, Sumiko- se instala en el teatro donde interpretarán su obra junto a su plantel de actores, tres comediantes, cada uno más cómico y canalla que el otro, se dedican a recorrer el pueblo para dar a conocer el espectáculo y cotilleando por los diferentes locales llenos de curiosos personajes. Una vez que Komajuro ha instalado a toda su tropa, también decide ausentarse para ir a visitar un local particular del pueblo. Se trata de un antiguo restaurante que lleva una mujer de su misma edad: Oyoshi, que vive junto a su hijo adolescente, Kiyoshi. El jefe de la compañía y la dueña del local se conocen desde hace mucho tiempo. Fueron amantes en el pasado y Kiyoshi, el fruto de dicho amor. Sin embargo, Komajuro se presenta ante el joven como su tío en vez de contarle la verdad. Ambos progenitores, que se hacen pasar por hermanos, prefirieron decirle al muchacho que su padre había fallecido cuando no era más que un bebé. No obstante, la visita de Komajuro tampoco es casual. Aunque comprende que su profesión no es suficientemente honrosa para hacerse cargo del joven, desea, de alguna forma, recuperar el fruto de un pasado que añora.

Así comienza La hierba errante: un film estrenado en 1959 y dirigido por el cineasta japonés Yasujiro Ozu, para muchos uno de los maestros del séptimo arte que ha realizado obras maestras como Cuentos de Tokio (1953) o  Primavera tardía (1949). En realidad, la película es una readaptación de Historia de las hierbas flotantes, una película muda del propio Ozu estrenada en 1934 a la que el cineasta nipón, en esta nueva aproximación, suma color y sonido no solo como elementos que actualizan el film a la actualidad de la industria, sino que los convierte en elementos significantes en el desarrollo de una trama melodramática sobre el honor y la añoranza de un tiempo perdido cuyas puertas han quedado cerradas por siempre: un sentimiento que presente en Komajuro y su voluntad de recuperar el tiempo perdido con su hijo.

Las intenciones del director de teatro no son bien vistas por Sumiko, su actual pareja, quien, llena de miedo y celos, convence a una de las actrices del séquito, Kayo, para que vaya a visitar a Kiyoshi con el objetivo de seducirlo y evitar que pase tiempo con su padre. La actriz acepta el trato, pero en seguida que los jóvenes se conocen, se enamoran y planean un futuro imposible juntos. Imposible por la profesión de la muchacha, pues a lo largo de la película se percibe la profesión del actor como un empleo un tanto deshonroso, y por la postura de Komajuro, que prohíbe el romance al enterarse de las oscuras intenciones por las que surgió.

En La hierba errante los sentimientos están mucho más a flor de piel de lo que nos tiene acostumbrados Ozu en el resto de su filmografía. En ese sentido el color es efectivo en la construcción de composiciones mucho más plásticas donde prima el contraste de tonos verdes y rojos. Ese uso especial del color evoca a los grabados xilográficos japoneses -también llamados moku-hanga- que realizaron maestros como Hokusai o Tsuchiya Koitsu. En ese sentido, para Ozu, el color es un acercamiento a la tradición pictórica japonesa que está presente por completo en las obras de la compañía de teatro llenas de trajes, vestidos y decorados llenos de colores para representar un drama ambientado en el Japón feudal cuyo trasfondo tiene mucho que ver con la trama principal del film.

En cuanto a la banda sonora, en la trama amorosa entre Kayo y Kiyoshi, Yasujiro Ozu hace, en mi opinión, uno de los usos del sonido más significativos y bellos de su carrera para evocar tanto pasión como desesperación entre los enamorados. Me tomo la libertad de narrarla brevemente como invitación a experimentar la escena por ustedes mismos. Kayo y Kiyoshi están a punto de fugarse, pero la joven comprende que su aventura provocará que el muchacho deje atrás una vida ejemplar, un camino honorable que seguir estudiando una carrera universitaria y labrándose un futuro prometedor en el trabajo, y así se lo traslada a él. Sin embargo, el joven está demasiado enamorado de la actriz como para entenderlo. Poco a poco la conversación se convierte en una discusión un tanto agresiva. En ese momento, Ozu abandona la estancia donde discuten los jóvenes por un pasillo vacío mientras suena el silbido de un tren. Cuando el cineasta regresa a los jóvenes, se están abrazando y besando. El silbido de la locomotora que estaban esperando a interrumpido su discusión y, además, se ha impreso en sus mentes como el símbolo de su inevitable separación: o toman ambos ese tren y Kiyoshi se separa de su madre, o tan solo Kayo toma el tren junto a la compañía y se despide por siempre de su amante. Ante un hecho que no podrán cambiar, su decisión es la de demostrarse su amor una vez más mientras todavía puedan hacerlo.

Como vemos, Yasujiro Ozu plantea una de sus múltiples aproximaciones a la intimidad de la familia japonesa y sus frecuentes conflictos originados entre jóvenes y adultos, entre la emoción y el deber, entre el honor y la deslealtad… Pero, además, La hierba errante propone un relato de múltiples capas donde entran en juego tanto las alegrías y tristezas de la vida real como la forma en las que se trasladan y son representadas a través del arte, en especial, del teatro.

 

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