«Rule of Rose (Punchline, 2006)»: la Reina de las Moscas y la psicología del apego (I)
Pocas imágenes nutren más nuestra vena terrorífica que la estampa de un niño o niña que no encaja en la percepción colectiva de la niñez. Quizás sea la estoicidad simétrica de las gemelas en The Shining (Kubrick, 1980), los movimientos antinaturales de la niña de The Exorcist (Friedkin, 1973), la resaltada palidez de Toshio Saeki en una película tan visualmente sombría como Ju-On: The Grudge (Takashi Shimizu, 2002) o la deforme menudez de los grey childs en Silent Hill (Konami, 1999). Juzgamos mentalmente como incorrecta la asociación de esos adultos en proceso, esas figuras frágiles, símbolo de pureza e inocencia, con elementos atribuidos al horror más primigenio. Prueba de ello es el terror japonés, tan fundamentado sobre figuras como el mentado Toshio Saeki o la niña de The Ring (Nakata Hideo, 1998). Los niños, tanto en el país nipón como fuera de él, protagonizan muchas veces obras de terror psicológico; al fin y al cabo, su incongruente dualidad es una ficción que se resquebraja al transformarse en máquinas de jumpscares.
Antes he aludido a Silent Hill, y es que la sombra de la franquicia de Konami es alargada. Cuando uno lee que existe un videojuego cuyo personaje protagonista, atribulado por los traumas de su pasado, vuelve al lugar donde todo comenzó para recordar, enfrentándose en el proceso a un sinfín de criaturas que simbolizan pasiones ocultas y memorias dolorosas, llega a la mente de manera instantánea la poligonal figura de un tal Harry Mason. Tan solo rebuscando en una biblioteca de juegos de culto podría emplazarse junto a Harry Mason, en esa imagen mental, aquella niña misteriosa de la que solo conocemos su nacionalidad inglesa y su nombre: Jennifer, protagonista de Rule of Rose.
Poco hay de casual en el hecho de que un videojuego de origen japonés parta de una ambientación inglesa. Extradiegéticamente, el éxito internacional de Silent Hill, con sus historias situadas en territorio occidental, puede haber sido un motivo para impulsar la narrativa en un espacio fuera del país nipón. La fascinación de Japón por los años 30 europeos podría servir de adenda a esta posible explicación. Diegéticamente, y en palabras del propio director creativo —Ishikawa Shūji— junto con su productor asociado —Takayama Yuya—, algunos elementos particulares de la imaginería simbólica en Rule of Rose solo funcionarían en el contexto de la industrialización británica en los años 30, especialmente el zepelín donde se desarrolla una sección clave del juego.
Rule of Rose parte de una premisa sencilla: Jennifer, una joven de 19 años, llega en autobús a un orfanato prácticamente abandonado por sus cuidadores. Su jerarquía no responde a la distribución oficial de las instituciones públicas; en su lugar, las niñas, abandonadas a su suerte, se han organizado según una jerarquía aristocrática que separa a la élite de las plebeyas. Son evidentes los paralelos con la famosa novela de 1954 Lord of the Flies —y su adaptación cinematográfica del 63 por Peter Brook—, donde William Golding planteaba la barbarie como irónico vehículo para la organización entre grupos de niños, antes animales movidos por instinto que humanos en posesión del raciocinio. Al igual que Lord of the Flies, Rule of Rose expone una sociedad infantil donde el salvajismo, derivado del abandono paterno, lleva a fricciones entre sus miembros para terminar lanzando un mensaje sobre la condición humana, las pulsiones primigenias y las grietas que revelan aquello oculto en la fachada inocente de un niño. El videojuego de Ishikawa busca profundizar en ese conflicto, meditando sobre las consecuencias del abandono por parte de los cuidadores en una edad primaria y los tipos de apego que desarrollan los niños afectados. Este análisis se realiza desde el punto de vista interpersonal, pero con una gran incidencia en lo político.
A modo de puente entre la fantasía de un mundo dominado por niños y el nuestro propio, Rule of Rose referencia estructuras sociales de abuso explotativo propias de la Historia británica, si no mundial. Su ambientación en una Inglaterra de los años 30 remite a un período de movimientos socialistas enfrentados a la ultraderecha más reaccionaria, donde el marxismo definía la aristocracia por sus separaciones entre la élite y la plebe. Encontramos una reproducción exacta en el Red Crayon Aristocrat Club, donde la trifecta de Diana, Eleanor y Meg forma la “Refined Class”, y Amanda y Jennifer, nuestra protagonista, la “Lower Class”, siendo Joshua y Wendy príncipe y princesa (respectivamente) del grupo organizado. El sistema se basa en la explotación de la clase baja por parte de la élite, que obliga a quienes consideran inferiores a realizar donaciones mensuales para satisfacer sus caprichos a modo de impuestos. También se impone una meritocracia entre la clase baja, que debe acumular puntos para escalar socialmente y, así, entrar en el grupo de las elegidas. La clase refinada no pretende ayudar a la clase baja, sino buscar adeptos que perpetúen la ley del más fuerte. Es un sistema inamovible que consume y corrompe a todas por igual, previniendo las revoluciones por abolir la Aristocracia. No es una alegoría de nuestro mundo; es una trasposición directa desprovista de cualquier clase de floritura.
A pesar de lo que pueda parecer, Rule of Rose tiene más de psicología que de política. No cabe duda en que Ishikawa y su grupo de desarrolladores pretendían criticar los abusos de poder del capitalismo, pero la jerarquía de los aristócratas es únicamente el marco en que se desarrollan los temas principales de la obra. Que el tono fabulesco de la historia, con sus “once upon a time” y sus cuentos infantiles, no lleve a error: Rule of Rose es una obra que trata con detalle el abandono paterno, la pérdida y su respectivo duelo, los abusos de poder en adultos y niños, la dependencia emocional y el amor desfigurado. No aparta la vista de sus temas más controvertidos y muestra, sin excederse pero con incómoda sobriedad, escenas de tortura, humillación y pederastia.
Me refería antes a la incisión casi quirúrgica de Rule of Rose en las relaciones interpersonales. “I can be so mean. / […] I would like to shame you. / I would like to blame you / just because of my love to you”, reza la letra de “A love suicide”, tema que se reproduce en la cinemática introductoria de la obra. Recibimos así la primera pista de las relaciones que comparten los personajes infantiles de la obra: no comprenden el amor y retuercen su significado hasta convertirlo en un arma de manipulación y dependencia emocional. Sin embargo, el juego se esfuerza en aclarar que todas, sin excepción, son primero víctimas y, después, tiranas; el sistema abusivo que implica el Red Crayon Aristocrat Club no nace de la maldad inherente al ser humano, sino de los traumas que han sufrido las niñas en el pasado, desde abandonos hasta abusos sexuales. La negligencia parental, o la pérdida de los cuidadores primarios, sirve de marco para el desarrollo de todos los trasfondos de cada personaje.
En la siguiente entrada, replicando la estructura del propio juego, indagaremos en cada una de las integrantes de la Aristocracia a través de los tipos de apego derivados de las relaciones niño-cuidador tanto con sus cuidadores primarios como sus secundarios. Aplicaremos en este respecto la teoría de Bowlby (1969, 1973, 1980) y sus revisiones por parte de Ainsworth et al. (1969, 1979), Main y Solomon (1990), que han configurado a lo largo de décadas el estudio por antonomasia de la teoría del apego. También incidiremos en el aspecto videolúdico de Rule of Rose para argumentar su valor dentro de su propio medio y cómo la jugabilidad refuerza, en ocasiones a costa del jugador o la jugadora, los temas de la obra.
Graduado en Lengua y Literatura Españolas por la Universidad de las Islas Baleares (UIB). Titulado en el Máster en Lenguas y Literaturas Modernas (Estudios Culturales y de Género) y el Máster de Formación de Profesorado, ambos en la misma UIB. Apasionado por la cultura y yokotarado de corazón, salgo en busca de esas obras que remueven una parte de mi interior. Sea literatura, videojuegos, películas o series, todo puede ser un diálogo si se encuentra el verbo adecuado.