Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

«Soft & Quiet» (Beth de Araújo, 2022): totalitarias y posmodernas

Aun a día de hoy —tras dos guerras mundiales, varias guerras civiles y múltiples revoluciones culturales—, podemos seguir considerándonos como sujetos de raigambre romántica. Nos movemos por las mismas pasiones, nos emociona lo catártico y místico, y rebuscamos entre la vorágine de reflejos un espejo que muestre un ‘yo’ que nos satisfaga y se nos adecúe. Todo esto trae consigo instancias que podemos tildar de positivas —conexiones interpersonales vividas y sentidas o actitudes aptamente motivadas para con el mundo, entre otras cosas—, pero también alimenta el gusano de lo totalitario. Hitler urdía su proyecto ario al ritmo de Wagner y motivado por la lectura del Nietzsche más acérrimo al idealismo, innegable subproducto de la sensibilidad romántica. Franco se dejó llevar por el afán nostálgico, creyendo ver en la II República la manifestación de un tumor social, histórico, político y cultural que debía extirparse. Tampoco hace falta irse tan lejos: la contemporaneidad ha visto nacer agrupaciones políticas de cariz ultranacionalista, como en el caso de VOX, y ha sido testigo del enardecimiento de viejas refriegas de extrema derecha que han visto elevada su vigencia en el estado actual de las cosas, como puede ser el caso de la Agrupación Nacional francesa. Quizá el caso más sangrante haya sucedido en Estados Unidos, con el ascenso del conservador electo presidente Donald Trump al poder gubernamental en enero de 2017. El marco de lo coetáneo, que encuentra un correlato teórico-contextual perfecto en la constatación buamaniana de la «modernidad líquida», invita a una reconfiguración del entusiasmo romántico en los difusos límites de la era de la posverdad a través del surgimiento de iteraciones de naturaleza extremista, populista y reaccionaria.

La ficción, como no podía ser de otra manera, se ha hecho eco de tal fenómeno. Si nos centramos eminentemente en el mundo de lo cinematográfico, vemos como las películas, no solo han querido representar las barbaries totalitarias a través de una sensibilidad mucho más crítica y compasiva para con las víctimasSchindler’s List (Steven Spielberg, 1993), Der Untergang (Oliver Hirschbiegel, 2004), la explotacionista Inglourious Basterds (Quentin Tarantino, 2009) o la irónicamente optimista Jojo Rabbit (Taika Waititi, 2019)—, sino que también han podido configurar sus propios marcos teóricos a través de una exploración de cómo ese mismo arrebato autoritario funcionaría en circunstancias mucho más contemporáneas. En este sentido, hemos tenido la oportunidad de ver productos tan representativos de esta nueva tendencia como pueden ser American History X (Tony Kaye, 1998) o Die Welle (Dennis Gansel, 2008). Incluso, han surgido otras películas que llevan la temática a instancias algo más marginales, pero que igualmente resultan importantísimas como cautionary tales de nexo totalitario, como la antiburocrática Brazil (Terry Gilliam, 1985), la huxleyana Gattaca (Andrew Niccol, 1997) o la heroica V for Vendetta (James McTeigue, 2005). El filme que aquí nos compete, Soft & Quiet (Beth de Araújo, 2022), se puede asentar cómodamente en el segundo grupo junto a las películas de Kaye y Gansel al plantearnos la historia de unas mujeres norteamericanas que, cansadas de la supuesta corrección política detrás de las leyes liberales de su gobierno, se reúnen en una iglesia para poner en común sus ideas sobre el estado del mundo en el que viven. Todo esto presentado con una técnica de plano secuencia que de forma tan prolífica está apareciendo en el cine de los últimos años —Russian Ark (Aleksandr Sokúrov, 2002), Birdman or (The Unexpected Virtue of Ignorance) (Alejandro González Iñárritu, 2014), 1917 (Sam Mendes, 2019)—. Atención pasajeros: se vienen curvas en forma de spoilers.

Emily (Stefanie Estes) llevando una tarta con mucho significado.

La iglesia en la que se reúnen ocupa, por supuesto, un espacio físico, pero a su vez habita en el mundo de lo simbólico. En los inicios de la fe cristiana, la Iglesia se ha proyectado como la institución ante la que responder en caso de pecado o crimen. Si prestamos un mínimo de atención a la historia, episodios como la quema de brujas, la expatriación de los que se asentaban en contra del dogma canónico eclesiástico o las dilatadísimas inquisiciones funcionan como manifestaciones de indudable valor a la hora de establecer la Iglesia como aparato ideológico de raigambre histórica que se ha asegurado de que lo discursivo se desarrolle hacia un lugar específico: la conservación de un inventario de valores que apenas se ha actualizado a lo largo de los siglos. Lejos de configurarse como un espacio en el que prima la paz y la armonía, aquella construcción a la que nos referimos cariñosamente —aunque no faltos de ironía— como «la casa de Dios» se ha levantado y expuesto en reiteradas ocasiones como un yugo que constriñe la idea de libertad y que crea, al modo de una industria de fabricación en serie, un modelo único de sujeto en base al sumiso arquetipo del cordero obediente. No es baladí, por lo tanto, que las protagonistas de Soft & Quiet escojan esa misma localización para comenzar a fundamentar el corpus teórico de su «humilde» movimiento totalitario. Al fin y al cabo, su manera de pensar y, posteriormente, sus correspondientes acciones se ven legitimadas por la naturaleza radical y extremista que ha demostrado la Iglesia a lo largo de su historia. Si cambiamos las brujas por los inmigrantes y la ciencia anticlerical por los usos sociopolíticos de las nuevas teorías emancipadoras, podemos ir trazando toda una serie de correlatos que no lejos quedan de las rutinas amonestadoras de esta institución.

En este sentido, resulta interesante observar cómo la justificación de toda esta expresión del odio e inquina —fobia, en realidad, si queremos atinar— hacia lo extraño y revolucionario parece encontrarse en la configuración de una tendencia discursiva caprichosa y ultraconservadora que busca, por encima de todas las cosas, la celosa preservación de un ideario determinado que valora de forma hiperbólica lo patrio en detrimento del «otro». Basta ver las falsas dicotomías que crean para fundamentar su desprecio: «Feminine, not feminist«, escriben en una pizarra con la convicción de quienes creen haber dado con el origen de todos los males. Esta reducción ad absurdum de los esfuerzos emancipadores de un movimiento que en ningún momento ha querido arrasar con el concepto de femenino, sino reconfigurarlo para alejarlo de la traca misógina del patriarcado, pone de manifiesto la urgencia de problematizar un dualismo que nunca ha existido stricto sensu y que solo se expone para respaldar una lógica especulativa que poca fundamentación puede encontrar en la realidad. La configuración de estas ficciones, por supuesto, no solo existen en el marco de Soft & Quiet, sino que pueden encontrar correlatos —y, de hecho, así lo hacen— con prácticas discursivas que se han llevado a cabo en nuestro día a día. En plena crisis de los refugiados, los nacionalistas blancos y los llamados eco-fascistas popularizaron una suerte de meme que rezaba: «Save trees, not refugees» (Darby, 2019), frase de la que que luego se apropiarían los miembros de la asociación de extrema derecha antiglobalista y primitivista Pine Tree Gang para reformularla en un «Bees, not refugees» (Cagle, 2019). Aprovechándose de la desgraciada coyuntura climática, los ultraconservadores optaban por ignorar la raíz del problema —sobreexplotaciones de las tierras y abusos de las grandes industrias en lo que a polución se refiere— para alimentar un relato sensacionalista sobre el que constituir una carrera política o, directamente, una filosofía de vida. Es, en efecto, otra falsa dicotomía idéntica en estructura, aunque disimilar en materia, a la que plantea Soft & Quiet. La película de Beth de Araújo, no queriendo meterse de lleno en la deconstrucción de un relato de raigambre secular, opta por dejar los convenientes dualismos configurados por sus protagonistas para seguir con la historia.

El encuentro de las protagonistas con Anne (Melissa Paulo) y Lily (Cissy Ly) —asiático-americanas— supone uno de los momentos más tensos e injustos de toda la película.

Después de que salgan de la iglesia —o, mejor dicho, de que las eche el cura: dato importante—, las protagonistas van a la tienda que regenta una de los miembros del «club» —Kim, interpretada por Dana Millican—, enclave en el que se encuentran con Anne y Lily, dos hermanas asiático-americanas que a partir de este momento serán el objeto de burla y acoso de la narrativa ultranacionalista de estas mujeres. La dinámica que se desarrolla en la tienda responde claramente a un esquema de bullying al insultar, ya no tan solo su raza —»What even are you?», le llega a preguntar Marjorie (Eleanore Pienta) a Anne, mofándose de su cualidad de mestiza—, sino a su integridad como seres humanos, incluso si la perspectiva monológica de las protagonistas no sea capaz de profundizar en aquello que queda por debajo del nivel dérmico. Anne y Lily, como dos ciudadanas más, estaban cansadas tras un largo día de trabajo y solo querían comprar una botella de vino para mínimamente disfrutar de lo que quedaba de jornada. No entraron ni insultando ni provocando a la tienda. Ni siquiera entraron con mala actitud. Sin embargo, la mera diferenciación cultural supone un «insulto» lo suficientemente notable como para herir las sensibilidades de las protagonistas —las que, curiosamente, forman parte de un movimiento que ha acuñado la expresión «generación de cristal»— y activar su vena reaccionaria. Tras un forcejeo tanto verbal como físico, finalmente Anne y Lily cogen una botella de vino por la que pagan la exorbitante cifra de 300 dólares solamente para contentar a las protagonistas y poder marcharse a casa.

No contentas con cómo han salido las cosas, las protagonistas —con la ayuda del marido de Emily, Craig (Jon Beavers), único hombre con un papel significativo en la historia— localizan la casa de Anne y Lily, que viven juntas. Con el motivo de querer gastarles una «broma», consiguen entrar en su casa —que, de momento, está vacía— y comienzan a llevar a cabo algunas trastadas: se beben sus cervezas, encierran al perro en un mueble al lado de la puerta, rompen un bote de cristal, etc. Es una demostración de poder, funcionando casi como un ejercicio de colonización a pequeña escala en la que la raza supuestamente «superior» invade el territorio de la que se considera «inferior». La cosa parece inofensiva hasta que aparecen las dos hermanas. Aquí comienza la debacle. Presas del pánico, aunque aprovechando los conocimientos de la expresidiaria Leslie (Olivia Luccardi), las atan y amordazan. Una vez se han tranquilizado, las protagonistas siguen con su «broma», esta vez focalizándola sobre Anne y Lily. Una de estas payasadas consiste en hacer que Lily coma cacahuetes, con la mala suerte de que es alérgica. Entra en shock anafiláctico. Usar la epinefrina es una opción, pues hay en casa, pero Leslie, la que la ha ido a buscar, en otra desagradable demostración de poder, decide no usarla. Lily, por supuesto, acaba muriendo. Para maquillar la escena del crimen, hacen ver que todo ha sido producto de unos hombres que han entrado a robar y que las han violado. El plan no sale bien, optan por otras ideas. A Anne, Leslie la asfixia y la deja inconsciente, aunque ellas piensen que esté muerta. Tras limpiar la escena del crimen, se van a un lago y tiran los cadáveres al agua. Tras creer que han vencido y haberse marchado, la cámara permanece en el espacio donde el cuerpo se ha hundido. La última imagen que tenemos en la película es Anne, desasida de las cuerdas, llegando a la superficie y respirando hondamente. En este punto, queda claro que la película ha jugado con nosotros. Una de las preocupaciones que se tiene durante el visionado es que el mal, representado por las ideas manifestadas por las protagonistas, salga victorioso en una disputa dialéctica contra la libertad y el respeto. Nos fastidia la solvencia con la que estas mujeres son capaces de llevar a cabo la situación y nos repatea que, durante unos segundos, hayan creído que han vencido. Esa última imagen, la de Anne saliendo del agua, es el final más optimista que podían darle a la historia de Soft & Quiet: el recordatorio de que toda mala acción tiene su reprimenda, su castigo. De Araújo reserva el verdadero golpe activista de la película para esos últimos segundos en los que nos señala y nos dice que todo discurso carente de lógica y empatía tiende a seguir las leyes de la gravedad y caer por su propio peso.

La película busca externalizar el arquetipo jungiano de la «sombra» al manifestar unas acciones motivadas por los más bajos fondos psicológicos de una persona.

A simple vista, Soft & Quiet puede parecer una película que exhibe un ideario de forma pornográfica, en tanto que no deja espacio a los entresijos y a las sutilezas. Nada más lejos de la verdad. La que es, a mí parecer, la frase estrella de la película viene a santo de una discusión que mantienen en la iglesia con motivo de la creación de un newsletter en el que exponer su ideario. Emily prefiere ser cauta en este aspecto y no comenzar de forma demasiado fuerte y evidente. Es en este momento que apunta: «Soft on the outside, so vigorous ideas can be digested more easily. We are the best secret weapon that no one checks at the door because we tread quietly«. Las espeluznantes implicaciones de este breve discurso nos llevan a imaginarnos a peligrosos frentes ultraconservadores —portadores de un exacerbado ideario nacionalista, racista, misógino y homófobo— obrando de forma subrepticia, penetrando primero en el no-consciente para luego trabajar de forma cómoda en el relato superficial de sus ideas. La actualidad de este pensamiento es innegable, y Beth de Araújo es consciente de ello al plantear que toda la historia se cuente a través de un plano secuencia que remarca la contemporaneidad de este tipo de prácticas. Ver en «directo» como una acción lleva a otra, sin que la película haya sido apenas objeto de edición, nos indica que esto puede estar pasando en algún lugar de Estados Unidos. La hora y media que dura Soft & Quiet puede entenderse como la manifestación de una urgencia, como la exposición de una intrincada red de problemas que debe cortarse de raíz de forma impostergable. Sin embargo, de la misma manera que la película abre la puerta de lo alarmante, deja que se entreabra otra en cuyo resquicio podemos llegar a ver un haz de luz que nos encamina al optimismo más triunfante.


Cagle, Susie. 2019. «‘Bees, not refugees’: the environmentalist roots of anti-immigrant bigotry». The Guardian, 16 de Agosto de 2019. Recuperado de aquí.

Darby, Luke. 2019. «What is Eco-Fascism, the Ideology Behind Attacks in El Paso and Christchurch?». GQ, 7 de agosto de 2019. Recuperado de aquí.

 

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