Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

Sobre Koreeda (VIII): «Kiseki» (2011) o por qué escoger el mundo

El dónde depositemos nuestras esperanzas dice mucho de cómo somos realmente. Hay quienes abogan por el realismo y se enfocan en un punto en el horizonte. Esa es su meta. Sin embargo, otros prefieren pecar de fantasiosos y depositar sus esperanzas en eternos condicionales o elementos espirituales que no aseguran, bajo ningún concepto, que esas esperanzas vayan a satisfacerse. Kiseki (Hirokazu Koreeda, 2011), la octava entrada en nuestra zambullida particular al mundo de Koreeda, el director aprovecha la inauguración del shinkansen, esto es, el tren bala japonés (Muñoz Garnica 2022, 224) para contarnos la historia de dos hermanos separados por el divorcio de sus padres, Nozomi (Nene Otsuka) y Kenji (Joe Odagiri), que tendrán que enfrentarse a circunstancias que aúnan ambas concepciones del mundo: la fantasiosa y la realista, llegando a ser una el seguimiento de la otra. Distanciados el uno del otro —Koichi (Koki Maeda) vive con su madre; Ryo (Oshiro Maeda), con su padre— y solo pudiendo comunicarse a través del teléfono móvil, deciden juntarse con la especial ocasión de ver cómo dos trenes bala pasan paralelamente por el mismo punto, evento que, según leyendas urbanas contemporáneas, genera un instante en el que si alguien pide un deseo, este puede llegar a cumplirse. ¿Qué van a desear dos niños pequeños, separados por un destino impuesto por el divorcio de sus padres? Pues su reunión, algo que trae consigo no solo la idea de solventar una distancia doliente, sino también una utopía manifiesta en la concordia familiar. En esta discusión de Kiseki, uno de los trabajos más infravalorados del director nipón, trabajaremos alrededor de esta idea utópica infantil, de las esperanzas satisfechas y heridas, y de por qué el realismo viene vistiendo su atuendo de tragedia. A partir de aquí, spoilers.

Koreeda —tras «Hana» (2006), «Still Walking» (2008) y «Air Doll» (2009)— vuelve a llevar su cine a los confines de la época infantil, temática que no había tocado desde su notabilísima «Nobody Knows» (2004).

En una de las primeras escenas que nos muestran de Koichi, el hermano mayor, el personaje está limpiando su habitación de ceniza. Hecho extraño: ¿por qué hay capas y capas de ceniza en la habitación de un niño pequeño? La respuesta es más bien simple: su familia —madre y abuelos— viven en una ciudad muy cercana a un volcán activo. Es una ocurrencia diaria el hecho de tener que lidiar con la ceniza proveniente del volcán, y en cierta manera motivo de celebración cuando la cantidad de depósitos de ceniza mengua en un día en particular. Mientras tanto, el hermano pequeño, Ryo, vive en un núcleo urbano mucho más prototípico, alejado de cualquier elemento colindante que suponga una marca para ese espacio en particular. Surge una duda: ¿por qué configurar la situación espacial en la que vive Koichi cerca de un volcán? Es particularmente relevante esta pregunta en tanto que de quien primero tenemos información el respecto es de este personaje en particular. De esta manera, y fijándonos en cómo el argumento va progresando para acabar haciendo de la distancia, ya no tan solo una incomodidad, sino un objetivo que suprimir, el volcán aparece como una acentuación de la urgencia por marcharse de la ciudad en tanto que elemento desnaturalizador de la vida en ella. Aunque no de forma tan prístina o clara, esto parece llevarnos, de alguna manera, a aquella correspondencia elemental entre la depresión y el duelo de Yumiko con ese paisaje desolado, oscuro, cargado de pesadumbres que aparece en Maborosi (Hirokazu Koreeda, 1995). Es una prueba más de que la estética de Koreeda, más allá de su superficie costumbrista tan propia de su estilo, encuentra parte de sus raíces en una espiritualidad que trasciende lo estrictamente humano para colocarse en una concepción de la existencia holística en la que todo forma parte de todo, indiferentemente de su envergadura.

Ryo representa la corporeización de la más cándida de las infancias: la vivida con inocencia, alegría y optimismo.

Esta espiritualidad, que algo tendrá de irracional en tanto que dos elementos independientes el uno del otro funcionan a modo de sinergia, encuentra un feliz depositario en cómo Koreeda manifiesta el mundo de los niños que pueblan sus películas. Ya en coordenadas tan tempranas como las de Maborosi, algunos de los momentos más optimistas y alegres de la cinta se correspondían con imágenes de niños jugando y disfrutando. Tras esto, y en un repunte de complejidad temática, en 2004 Koreeda estrenaba Nobody Knows, que funcionaba integralmente alrededor de la figura de cuatro niños desamparados por su familia. Estos cuatro integrantes encontraban el juego y el jolgorio entre la miseria de unos días que, no solamente pausaba su esencia infantil, sino que, en ocasiones, parecían poner un punto y final. Kiseki, aunque no comparta la gravitas propia de Nobody Knows, sí que parece recuperar esta estela y configurar un panorama complejo sobre cómo un niño tiene que lidiar con cuestiones emotivo-afectivas que no deberían ser de su competencia.

Koichi es el personaje que mayor carga dramática lleva consigo. Asume el rol central al simbolizar un aprendizaje precoz que lleva directamente al fin de la infancia.

Las bases del mundo infantil se asientan en las ilusiones y esperanzas. Creen en los milagros y son portadores de un exacerbado y enternecedor optimismo que les permite afrontar la vida con entusiasmo. Koreeda reconoce en estos personajes unas ganas de vivir maravillosas y lo demuestra de forma sensible. Aunque en un mundo ficcionalizado —pero con altas dosis de realismo—, Koreeda reserva un espacio privilegiado a la expresión de los sueños, deseos e ilusiones de los niños para con su futuro y todos aquellos que hay a su alrededor. Por ejemplo, Megumi (Kyara Uchida) quiere ser una actriz mucho más solvente que su madre, que parece apocada a una vida de excesos hedonistas y carencias afectivas. O Tasuku (Ryôga Hayashi), en una nota mucho más inocente, quiere casarse con la bibliotecaria, una mujer afable y simpática que siempre muestra gran interés sensibilidad por los niños. Son mensajes cargados de inocencia e hipérbole infantil, pero esto es precisamente lo que hay que cultivar y enfatizar: el creer en una utopía que nos motive y ayude a seguir adelante, a crecer. Y, sin embargo, algunos de estos optimismos futuribles tienen que verse desplazados momentáneamente para reconfigurar la estructura del núcleo familiar, algo que no debería ser responsabilidad de los niños bajo ningún concepto.

El encuentro se ve desde una doble lente: la alegría de volverse a ver, pero la melancolía propia de quien reconoce en una persona querida elementos propios del paso del tiempo. Hay una distancia insalvable entre ambos extremos de la cuerda.

Esta última línea cristaliza de forma patética en el adelantado realismo de un Koichi que todavía debería estar soñando con esas utopías infantiles que mencionábamos. Cuando llegan al punto en el que ambos shinkansen se cruzan, espacio privilegiado en el que gritar tus deseos para que se cumplan, todos gritan sus respectivos intereses, algunos puramente egoístas, otros buscando que personas ajenas puedan cumplir sus sueños. Koichi se queda mudo, no grita ningún deseo, incluso si desde un principio ha sido él quien ha organizado la excursión a ese enclave concreto. Más tarde, Koichi se excusa diciendo que, al final, «ha escogido el mundo». ¿Qué hay en estas palabras si no tragedia? Finalmente, Koichi se decanta por la concreción física y fiel de la realidad, y se aleja de lo fantasioso e ideal. Sabe que, por mucho que grite que quiere que sus padres vuelvan a estar juntos, eso es algo que no se va a producir porque no depende de él. Con el realismo, es cierto, viene el alivio de quien ve que hay algunas circunstancias que quedan por encima de uno mismo, pero también el doble patetismo de haber crecido forzado por un contexto poco atractivo para la personalidad juguetona del niño y de reconocer esas mismas instancias en las que las cosas escapan a tu control. Es en este momento en el que Kiseki se configura como una coming of age de pura cepa.

Gritar sueños imposibles y vivir con la fantasía de que se van a cumplir o existir en una línea que conforma la realidad más básica y reconocer que hay cosas que escapan a tu control: eso representan Koichi y Ryo, entre otras muchas cosas.

De nuevo, como ya sucedía en Nobody Knows, el tema de la infancia viene cargando con un cierto grado de desamparo. El problema alrededor de su estructura familiar se delinea de forma más sutil que en la película de 2004, con instancias que denotan una cierta negligencia por parte de los padres al ir detrás de sus propios intereses egoístas. Por ejemplo, la pareja de hermanos protagonista se ve impulsada a ser el centro de la vorágine de resquemores e inquinas que generan las peleas entre sus padres. Koreeda sigue metiendo el dedo en la llaga en lo que a la protección de los niños se refiere. Busca el mayor grado de realismo posible, algo que se reconoce en esa metodología interpretativa tan particular que tiene el director a la hora de dirigir a niños actores, una en la que los papeles no cristalizan sus profundidades hasta que han encontrado al actor indicado para interpretarlo (Muñoz Garnica 2022, 224-225). Hay en el centro de Kiseki una distopía emocional que consigue habitar en el núcleo emocional del espectador. Koreeda sigue configurando productos que permiten una conexión total entre ambas partes de la pantalla: los que sufren dentro y los que sufren fuera. Ese es el maravilloso humanismo que representa a cada una de sus películas.


MUÑOZ GARNICA, M. 2022. Hirokazu Koreeda. Madrid: Cátedra.

 

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